DELGADO SUÁREZ, Jennifer. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de valores?: una aproximación desde la personalidad. En: Revista ieRed: Revista Electrónica de la Red de Investigación Educativa [en línea]. Vol.1, No.3 (Julio - Diciembre de 2005). Disponible en Internet: <http://revista.iered.org>. ISSN 1794-8061

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¿A qué nos referimos cuando hablamos de valores?: Una aproximación desde la personalidad

Jennifer Delgado Suárez
jennifer@rectorado.ucf.edu.cu

Grupo de investigación sobre Educación en Valores en el Contexto Universitario
Centro de Investigaciones Pedagógicas
Universidad de Cienfuegos
Cienfuegos - Cuba

“…es necesario devolver al hombre la conciencia y el prestigio, hacer vibrar en él las cuerdas que la escuela ha descuidado totalmente, sin las cuales nuestro fracaso no cesará de acrecentarse. Todo está por hacer o por rehacer. Y esta renovación no la podemos abordar con la vieja pedagogía.” C. Freinet: La educación moral y cívica, 1960.
La creciente "pluralidad homogeneizante" que afecta la sociedad y por la que inevitablemente se ve permeada el proceso educativo, hace que la educación en valores cobre particular importancia en tanto interesa la formación de sujetos autodeterminados pero a la vez comprometidos con su sociedad. La comprensión de cómo se estructuran los valores en la personalidad y regulan de esta forma el comportamiento, facilita el proceso de su formación confiriéndole un carácter individualizado y estable a través de su integración en las Tendencias Orientadoras de la Personalidad.

Introducción

A través del tiempo, el desarrollo de determinadas relaciones de producción ha presupuesto diferentes relaciones sociales que traen aparejadas una serie de contradicciones dadas básicamente por los diferentes intereses de clase que generan a su vez actitudes estimativas distintas que deben ser reguladas, o al menos consensuadas, para lograr la inserción adecuada del hombre en el sistema social en que vive. La conciencia moral aparece como condición indispensable para la existencia "más o menos" armónica de los hombres, cumpliendo funciones de control de la conducta de los sujetos y los grupos sociales en tanto establece un conjunto de reglas, de normas de convivencia y de comportamiento que determinan las obligaciones de los sujetos en sus interrelaciones y actividad, estableciendo a la vez valoraciones sobre los diferentes hechos y objetos de la realidad social. Por supuesto, debe hacerse una salvedad en este punto: reconocer el carácter social de la conciencia moral y con ella, de los valores, no implica una identificación incondicional con las teorías sociológicas sino más bien un intento de comprender este fenómeno desde su multideterminación.

Es debido precisamente a este carácter multideterminado que las relaciones morales no pueden analizarse como idiosincrásicas de un cierto modo de producción sin tener en cuenta la cultura e historia del país; lo que les confiere una expresión socio-histórica concreta y hace que, aún dentro de una misma formación económica y social, existan diferencias notables en el sistema moral instituido socialmente. Constituye por lo tanto una fuente de preocupación para todas las sociedades desarrollar hombres que compartan sus valores, normas y principios, aún cuando la expresión de los mismos varíe según los grupos sociales y de sujeto a sujeto; en este sentido históricamente la educación ha desempeñado un rol protagónico en el proceso de socialización moral del sujeto siendo la encargada de transmitir determinados patrones socioculturales y encauzando el proceso de asimilación individualizada de los mismos.

Por supuesto, la educación, analizada parcialmente desde las instituciones sociales dedicadas a la enseñanza, no siempre contempló dentro de sus objetivos el proceso de desarrollo pleno de la personalidad y por tanto la educación en valores. Estas concepciones simplificadas en torno a la educación sientan una de sus bases, incluso en las diferentes acepciones con que se ha venido utilizando el propio término, cambiando su significado en la transposición de criar a educar. El positivismo y aparente cientificismo por otra parte, constituyeron la base social donde se perdía al ser humano en su mismo proceso educativo.

>Sin embargo, estas realidades no indican que en el proceso de enseñanza-aprendizaje no se transmitieran formas de valoración, actitudes... sino que no se evidenciaba una intención consciente y formalizada como la que se pone de manifiesto en la actualidad: “(…)en los centros escolares se está produciendo una evolución: los objetivos, actividades, contenidos, procedimientos metodológicos y sistemas evaluativos incrementan su intencionalidad hacia los valores, disminuyendo su dirección hacia la dimensión cognoscitiva.” (Sánchez & Díaz, 1996 en Ojalvo & Viñas, 2006, 6) Precisamente, el individuo sólo pasa de ser objeto a sujeto de la enseñanza, logrando de esta forma un desarrollo armónico de su personalidad, a partir de cambios cualitativos en la forma de enfrentar el proceso educativo: ubicando el énfasis del proceso en la relación enseñanza-aprendizaje, con la consecuente comprensión de la unidad cognitivo-afectiva y adoptando una postura de respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales de los hombres.

Así, la educación en valores, se ha convertido en una tarea de gran popularidad, lo que ha conducido a visiones atomistas que se mueven desde la transmisión o imposición de valores absolutos, hasta el relativismo y subjetivismo axiológico.

Sin embargo, una educación que llegue a comprender al hombre como personalidad, tanto en su estructura como en sus funciones, aún sin poseer una verdad absoluta, se acercará en gran medida a la formación de un ser humano comprometido consigo mismo y con su sociedad.

Desarrollo

El sujeto como personalidad vive continuamente conflictos de valor, tanto más si se halla inmerso en un mundo permeado por la globalización y otras tendencias homogeneizadoras en contraposición con el pluralismo que pretende terminar con la existencia de modelos absolutos. Siendo los contextos sociales cada vez más complejos, se necesita un sobre-esfuerzo personal para construir valores morales propios, razonados y lo más exentos posibles de la influencia externa. Esta situación se agudiza si nos percatamos que en la actualidad la mayoría de las sociedades asisten a una crisis de valores que se patentiza en una traspolación del valor a lo que se consideraba antivalioso, lo que conlleva a una inseguridad individual acerca de cual es el verdadero sistema de valores y por consiguiente a un cambio en la jerarquía de los mismos. Es por esto imprescindible crear las condiciones necesarias y óptimas para que cada persona descubra y realice la elección libre y lúcida de sus valores en el proceso educativo.

Surge entonces la pregunta: ¿Puede educarse en valores adecuadamente si no se conoce cómo estos se integran en la personalidad del sujeto regulando así su comportamiento?

La educación en el centro escolar implica transformación, inserción, internalización y potenciación del ser humano; cuestiones que sólo pueden lograrse a partir de un conocimiento exhaustivo del alumno y sus procesos psíquicos. Pero ante esta necesidad práctica se yuxtaponen insuficiencias teórico-metodológicas intrínsecas a la complejidad que encierra en sí la categoría personalidad. Aún así, un acercamiento a su comprensión, adscribiéndose a teorías heurísticas, debe ser el punto de partida para promover un verdadero cambio en los sujetos de la enseñanza.

La personalidad debe estudiarse en su carácter sistémico y dinámico, comprendiendo que sus cualidades psíquicas se manifiestan durante el comportamiento del sujeto inmerso en su sistema de actividades y comunicación, formándose al mismo tiempo en ellos. La personalidad no es estática, en tanto se halla en constante relación con el medio y por consiguiente, con nuevas experiencias que el sujeto va a internalizar; pero a la vez, no tiene un carácter totalmente dinámico al punto de disolverse en la situación, debido a la existencia de diferentes esferas que caracterizan sus distintos aspectos, fundiéndose en cualidades básicas que se unen en una unidad real. En sentido general, la personalidad debe entenderse en su perspectiva histórica donde: "el presente aparece bajo la luz de la historia, y nos encontramos, al mismo tiempo en dos planos: el de lo que es y el de lo que fue". (Vigotsky, 1987, 71).

También debe tenerse en cuenta que en las diferentes formaciones de la personalidad se encuentra, más que una impecable organización de los contenidos psicológicos, una amalgama producto de las influencias del medio y la forma individualizada de internalizarlas. A través de estas formaciones dinámicas la personalidad refuerza su individualidad y adquiere un papel regulador y autorregulador de carácter bastante estable.

Esta estabilidad viene dada precisamente por el anclaje de las experiencias pasadas internalizadas por el sujeto en sus formaciones psicológicas; a partir de las cuales, generalmente, éste estructura sus proyectos de vida, nivel de aspiraciones… lo cual no elimina de modo alguno el carácter dinámico de la personalidad dado por la posible reestructuración de sus contenidos psicológicos, ya sea a partir de la vivenciación de experiencias diferentes o una internalización distinta de las mismas.

Los valores constituyen precisamente una de las áreas más estables en la conformación personológica siendo concebidos como: "proyectos globales de existencia que se instrumentalizan en el comportamiento individual a través de la vivencia de unas actitudes y del cumplimiento, consciente y asumido de unas normas o pautas de conducta". (Vázquez, 2002, 43) Sin embargo, para que los valores pasen a formar parte de los proyectos individualizados de existencia es necesaria la relación del sujeto con los demás, con el sistema objetivo de valores concebidos como parte de la realidad social y el sistema de valores socialmente instituido y reconocido oficialmente, que va a ser, en última instancia, el medio donde se va a internalizar el sistema de valores personalizado.

El sujeto en el proceso de socialización va a desarrollar sus propios valores, que pueden tener una menor o mayor correspondencia con los valores sociales y que van a regular en diferente medida su actuación social. De esta forma, según su grado de autonomía y el desarrollo alcanzado, los valores se han clasificado como:

Los valores reactivos y adaptativos no caracterizan a la persona en tanto no se integran en su configuración personológica relativamente estable, desplegándose fundamentalmente ante condiciones actuantes. Actúan como reguladores externos del comportamiento pues su expresión obedece a un motivo que no es el valor en sí mismo sino la obtención de determinado beneficio o aceptación social.

Estos valores, siendo consecuentes con los postulados vygotskianos, pueden considerarse como una etapa interpsicológica inicial en el proceso de su formación e integración personalizada, que caracteriza a la niñez y primera adolescencia, donde el desarrollo de la personalidad es aún incipiente.

Debe tenerse en cuenta que el valor no se instaura en la personalidad de una vez ya que la personalización de los diferentes contenidos sociales tiene un carácter procesual. Rogers hace referencia a un primer momento que adquiere un papel vital, donde la concreción del valor en la conducta le proporciona determinados estados positivos al sujeto, a partir de este mismo momento, comienza la internalización del mismo.

Sin embargo, existe otro tipo de valores, que Rogers denomina introyectados, los cuales producen estados positivos por la valoración que de la conducta realizan las personas significativas para el sujeto (1978, 190-238).

De esta forma, en la base de la internalización del valor, éste puede tener una significación más o menos social, pero siempre reactiva y/o adaptativa hasta que se convierta en un motivo en sí mismo.

En ocasiones, en la etapa adulta, la concreción en el comportamiento de los valores reactivos y/o adaptativos puede indicar la formación estable de lo que algunos autores conciben como contravalores o antivalores, aunque sería más oportuno comprenderlos como un continuo en su significación social histórico-concreta positiva o negativa.

El individualismo y oportunismo, impregnados en nuestra sociedad de un significado negativo, pueden desarrollarse como valores intrapsicológicos y expresarse bajo la apariencia de valores reactivos y/o adaptativos.

En cambio, los valores autónomos, siguiendo la idea de González, F. acerca de la existencia estructural de tres niveles de integración de los contenidos psicológicos, se configuran, al igual que las normas, actitudes y motivos en unidades psicológicas primarias: "una integración cognitivo-afectiva relativamente estable, que actúa de manera inmediata sobre el comportamiento ante las situaciones vinculadas a su acción reguladora". (1989, 28)

En este nivel el sujeto se orienta por estas unidades que aparecen bien definidas en su conciencia, pero al contrario del carácter rígido que le confieren los diferentes autores en tanto son expresión de un alto potencial emocional y poco susceptibles a la mediatización cognitiva; considero que pueden analizarse con los indicadores brindados por González, F. para comprender cómo la formación motivacional de la personalidad tiene diferentes niveles de expresión según la actuación:

Los tres últimos indicadores se encuentran muy relacionados con la jerarquización interna que de los valores propios haya desarrollado el sujeto, en tanto, aunque todos los valores tengan un carácter autónomo, no tienen necesariamente el mismo poder movilizativo sobre la conducta; sobre todo en aquellas situaciones de conflicto de valor.

Debe acotarse que el sujeto, a pesar de ser una personalidad única, no posee un único sistema psicológico que va a determinar su actuación (en el caso que nos atañe: el sistema moral), de ahí que los valores pueden insertarse en sistemas de una mayor o menor jerarquía para el sujeto desde donde van a desarrollar un determinado poder regulador.

Rubinstein acota esta idea, acercándose en su comprensión a la complejidad que le es intrínseca al sujeto: "El ser humano tiene muchas necesidades y muchos intereses, y algunos de ellos son a menudo incompatibles entre sí ... Se llega a la lucha interna, a la lucha de motivos." (1967, 686)

De esta forma, la expresión de los valores en el comportamiento y su regulación no va a estar determinada por una característica a priori de las unidades parciales, sino que estas son mediadas por la personalidad y a la vez se convierten en reflejo de la misma.

Un sujeto que no sea capaz de revalorar y reestructurar sus proyectos para adecuarlos a las nuevas exigencias o a las distintas situaciones, difícilmente será capaz de actuar de manera flexible en la expresión concreta de un determinado valor previamente configurado como unidad psicológica primaria.

Pero debido al carácter sistémico de la personalidad que determina que sus elementos y formaciones se integren en diferentes configuraciones psicológicas de manera simultánea, los valores internalizados se estructuran en formaciones psicológicas como: el ideal moral y la autovaloración; donde a pesar de existir un componente emocional se patentizan con mayor fuerza las valoraciones, los objetivos, una elaboración bastante consciente que opera con los contenidos de las tendencias orientadoras de la personalidad.

Así, los valores pueden integrarse en la tendencia orientadora de la personalidad; comprendida ésta como "el nivel superior de la jerarquía motivacional de la personalidad, la que está formada por motivos que realmente orientan a la personalidad hacia sus objetivos esenciales en la vida; lo que presupone una estrecha relación de la fuerza dinámica de los motivos con la elaboración consciente, por el sujeto, de sus contenidos". (González, F. 1982, 53) Sin embargo, para que los contenidos sociales, entre ellos los valores, con los que el sujeto interactúa puedan integrarse en la tendencia orientadora de la personalidad y ser efectivos en la regulación del comportamiento, deben adquirir un sentido personal, dándose un proceso de vivenciación y concientización de forma tal que se establezca un vínculo entre el reflejo cognoscitivo del valor y una determinada carga afectiva.

Las operaciones cognitivas son portadoras de un contenido emocional derivado del contenido de los motivos que representan, pero en ocasiones la valoración o idea se constituye sobre la base de las emociones como manifestación de motivos y en otros casos las emociones surgen como resultado de un proceso reflexivo que induce a incluir un hecho dentro de la esfera motivacional.

Es necesario lograr la estabilidad del valor y despojarlo del carácter inmediato, de un determinado equilibrio entre la carga afectiva y cognoscitiva con que se estructuró en la personalidad en un primer momento, generalmente durante la etapa de la niñez y adolescencia. Por esto se hace imprescindible una determinada congruencia entre el valor a adquirir y el sistema funcional y estructural de la personalidad, ya que éste debe estructurarse en síntesis reguladoras más complejas y en interacción con los diferentes contenidos anteriormente conformados.

Debe tenerse en cuenta que el sujeto ya cursó por un proceso de socialización primario donde se conformaron predisposiciones positivas o negativas hacia determinados valores; y en la mayoría de los casos el sujeto ha sido permeado por la socialización secundaria desarrollando ciertos ideales, intereses, una autovaloración... formaciones psicológicas entre las que existe una determinada congruencia y estabilidad ya que una vez que el valor conforma las tendencias orientadoras de la personalidad va a implicar una regulación normativa individual que no está determinada por los acontecimientos sino que está estructurada en un plan que tiene su base en las formaciones de sentido, en la forma en que los valores fueron interiorizados, en tanto ellos reportan un conjunto de relaciones y principios entre sí y no un motivo concreto sino un conjunto de ellos.

En el proceso de interiorización del valor, el sujeto en su relación con el mismo le confiere un sentido y una jerarquía, pero solo puede configurarse satisfactoriamente en las tendencias orientadoras de la personalidad en la medida en que sea relativamente consecuente con la formación de sentido pre-existente.

A partir de su afianzamiento en el sistema motivacional, va a constituir un modelo o plan a seguir que va a orientar y regular el comportamiento, convirtiéndose a su vez en normas de autoevaluación de la propia actividad. El valor autónomo, inserto en un sistema motivacional relativamente estable no solo va a regular la conducta sino que puede convertirse en un objetivo y norma para evaluar tanto el comportamiento individual como el social.

Pero para que los valores orientadores se expresen como motivos en la actividad ejerciendo a su vez un papel planificador, regulador y verificador de la acción, se hace necesario que cuando aún el valor no se encuentre estructurado como característica individual del sujeto, en su aproximación al mismo, éste desarrolle una actitud positiva y una orientación afectiva y emocional, que va a estar dada por la medida en que el sujeto satisfaga sus necesidades, ya sean éstas de orden primario o superior, individuales o sociales.

Así, el valor que generalmente aparece en el sujeto íntimamente vinculado con la satisfacción de sus necesidades, al alcanzar un nivel superior se convierte en productor de necesidades, siendo como ya se había explicitado con anterioridad, uno de los sectores más estables de las orientaciones de la personalidad aunque es susceptible a cambios y enriquecimiento en el transcurso de la actividad y la experiencia de la personalidad.

Finalmente, el sistema de valores estructurado como contenido personalizado, se incluye en sistemas en constante desarrollo sobre cuya base crecen las potencialidades reguladoras de la personalidad, permitiendo conformarnos una idea de la relación del hombre con su sociedad y de su historia individual, siendo expresión de un momento socio-histórico concreto.

Conclusiones

Siendo congruentes con estas ideas, la educación en valores no debe ir dirigida a la transmisión de contenidos y valores estándares basados en un sistema de normas sociales inmodificables que van a regular la vida personal y social del sujeto ni a la limitación de la educación moral a través del carácter altamente subjetivo que se le imprime a los valores. La educación debe dirigirse al proceso de configuración conjunta con el sujeto de un sistema de valores personalizado que sea portador de un sentido moral para él, realmente vivenciado y asumido, donde se tenga en cuenta sus características personológicas y el sistema objetivo de valores instituido en la sociedad en su expresión concreta y universal.

Es importante que la institución escolar participe activamente en la clarificación de los valores deseados socialmente y su respectiva expresión comportamental para eliminar de esta forma las posibles ambigüedades que pueden darse en el sujeto producto de un desconocimiento acerca de lo que de él demanda la sociedad.

A su vez es vital facilitar la emergencia de los valores que el sujeto posee a través de una acción consistente y sistemática que estimule el proceso de valoración del sujeto con el objetivo de que éste llegue a comprender cuáles son realmente sus valores para que así se sientan comprometidos con ellos. (véase González, C. 1992)

Es necesario que el sujeto tome conciencia acerca de cuáles son sus valores autónomos y aquellos que se encuentran funcionando en un nivel reactivo y adaptativo, que conozca qué nivel regulativo poseen sobre su comportamiento; que aprenda a conocerse.

Pero no basta con que el valor sea conocido por el sujeto sino que tiene que convertirse en objeto de reflexión, vincularlo con su vida cotidiana en sus relaciones con los demás y con su concepción para que tome cuerpo como cualidad de la personalidad. Es necesario que el sujeto experimente la necesidad práctica de desarrollar el valor en sí y sea capaz de conferirle un valor instrumental.

No debe perderse de vista que el sujeto se haya inmerso en distintos contextos que pueden exigirle el desarrollo de valores diferentes y en ocasiones antagónicos con los que promueve la institución escolar por lo que es imprescindible que los estudiantes sientan la actualidad e importancia del valor a través de la interacción con las personas que lo portan. El estudiante se reconoce no sólo como actor de un proceso de formación escolar sino también como integrante de un proceso cultural identitario más amplio generado por la propia institución que es portadora en sí de un sistema de valores.

Aun así, las instituciones educativas no sólo deben encaminar sus pasos al desarrollo de determinados valores sino que ha su vez pueden contribuir a formar habilidades o capacidades que sustenten una construcción activa del sistema de valores personalizado como: el autoconocimiento, la empatía, la autonomía, la capacidad cognitiva y de diálogo abierto (véase Ortiz, 2001 y Madera & Leyva, 2006).

Se hace necesario para la adquisición de sentido personal: la comunicación, la puesta en común, el espacio para el discernimiento y la construcción racional de un sistema de valores; ubicar al sujeto en situaciones que impliquen conflictos de valor mediante disyuntivas afectivo-cognitivas que le confieran un afianzamiento del mismo y el desarrollo del pensamiento crítico.

Sin embargo, todas estas acciones educativas encaminadas a lograr incidir en la formación de valores pueden estar condenadas al fracaso si no sientan sus bases en tres elementos esenciales desde el punto de vista personológico que fueron previamente analizados:

Pero se hace imposible lograr que el estudiante vivencie el valor como una necesidad si el profesor no posee, de cada uno de ellos, un conocimiento profundo e individualizado que le permita encauzar científicamente su práctica. De esta forma, para que la educación adquiera un carácter profundamente contextualizado y personológico debe partir de un diagnóstico inicial integrador que dé paso a la sensibilización y al cambio cognitivo desarrollando acciones que permitan la concreción comportamental del valor y la posterior integración del mismo en el sistema personológico siendo el estudiante un ente activo en la construcción de su sistema de valores. Se convierte desde este análisis, el desarrollo y por ende la comprensión del funcionamiento de la personalidad, en un objetivo primordial para cada educador en aras de contribuir a la formación de personas más autodeterminadas y a la vez más comprometidas con su proyecto social.

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